Deshabituar el lugar de la imagen

Patricia Ortega-Miranda*

En la colección de ensayos Imagen exote (Palinodia, 2019), Willy Thayer toma como punto de partida la obra de tres importantes artistas de la escena cultural chilena en los últimos cincuenta años, deshabituando las estructuras de la crítica como aparato ideológico de captura sobre la que se inscribe un estado de excepción como objeto visible y fijo dentro del orden de la modernidad. La intervención de Thayer viene a desmontar los marcos interpretativos de prácticas estéticas a través de la institución arte, que a menudo suscriben una teleología de la vanguardia o bien una semiótica de la imagen comunicativa como representación de una realidad. Ante esto, Thayer propone lo exote como aquello que no puede ser reducible a los discursos que parten de la diferencia y la otredad desde un concepto del ser como sujeto y objeto de la historia y de la experiencia. Entretejiendo su propio hacer filosófico con el hacer del arte mismo, el pensador chileno tantea un lugar común donde pensamiento y estética felizmente transitan, más allá de todo gesto disciplinador de la experiencia.

Ya en las primeras líneas de su preámbulo, el autor deja en claro que la imagen exote no es un pensamiento de la otredad, sino un estado de deshábito o incluso de descontento ante esa lógica utilitarista que nos devuelve el arte como representación, esto es, como sustitución de la vida misma. Con esto recupera un pensamiento de lo exótico no como desplazamiento por espacios (geo)gráficos, o subjetividades que se encuentran, sino como una dinámica del afuera que no es localizable. Si exótico es etimológicamente lo que está afuera, el sufijo –e transforma el adjetivo descriptivo en el acto de identificación, en un sustantivo por derivación, y, por lo tanto, en una diferenciación de ese mismo lugar del afuera. Cuando el sufijo cambia la forma del verbo es precisamente para deslocalizar el acto de bailar en baile. Ahora la experiencia ya no puede ser capturada por la técnica identificadora y ordenadora de una acción.

A través de esta recuperación de lo exótico Thayer rescata un pensamiento occidental donde un sujeto frente a lo exótico produce necesariamente desprendimiento del encuadre mismo, del propio medio sobre el cual el encuentro transmuta. Uno de los pensadores que Thayer destaca a través del mismo Raúl Ruiz es Victor Segalén, quien en su olvidado Essai sur l’exotisme explicita esta idea al escribir “je vois l’objet exotique, et je ne suis peut-être pas”. Pero es en la obra de Ruiz, a la que Thayer ha dedicado gran parte de su trabajo de investigación y crítica, donde aparece esta práctica crítica sobre la imagen y la representación como cómplices de un proceso de delimitación del territorio de lo político en Chile, sobre el cual se ha instituido el proyecto nacionalista y neoliberal. El telos de la historia depende de una estabilidad de la imagen y de la narrativa como óptica unitaria en su función utilitaria, y en su desvirtuar totalizador de aquello que es exote. No es esta una invitación a pensar la especificidad o mismisidad, que aclara Thayer debe tomarse con un grano de sal, sino que al recurrir al viaje o al encuentro como exteriorización de dislocaciones, la imagen de cuenta de lo que testifica.

Se trata entonces de deshabitar un espacio que es formador de hábito, metodología y forma de hacer. Esto se hace más explícito en el texto sobre el cine experimental de Raúl Ruiz, quien acuña el término “exote” para ponerla en órbita desde su práctica cinemática, una operación crítica capaz de deshabituar el hábito litúrgico. Al insertar su crítica en la relación entre el aparato óptico y el conocimiento óntico, Thayer sitúa la práctica escritural de Ruiz en ese forcejeo entre la evidencia que testimonia y el medio que testifica, abriendo una brecha en la relación misma entre imagen y medio. Uno asume que el medio encarna un estado de transparencia donde la imagen aparece como producto de un proceso meramente mecánico que solo una lógica de la mirada organiza y le da sentido. Pero este sentido propio de la mirada es lo que aquí se mantiene en la mirilla a través de un perenne estado de sospecha, y es por esto por lo que el testimonio, como recogimiento y recuperación, se distingue de lo que testifica, que permanece en estado de fragmentación. El montaje ateológico (así lo acuña el propio Thayer) es un pensamiento del medio como una corporealización; un lugar de la diferencia que desarticula la complicidad entre la narrativización y el sentido teleológico del medio.

Thayer no nos ofrece una nueva teoría del medio a través de una práctica deconstructiva, sino que advierte como pensar el medio, ya sea como cuestión filosófica o como práctica, es siempre un cuestionamiento en el límite. Así, las aeropostales de Eugenio Dittborn se desarticularían la relación entre artista y objeto desde la que se entiende el «mail art» como archivo demarcador de espacios de subjetividad delimitados por la dictadura y la censura. Esta historización de la obra de arte hace coincidir los bordes de la política con aquellos que la hacen visible. En este sentido, la aeropostal apuntaría a una traslación de espacios y por tanto temáticamente no pasaría de situarse en los bordes como límites y en el acto mesiánico de hacer visible. Pero para Thayer, más allá del marco político-social dentro del cual el sujeto-artista organiza un destinatario las aeropostales son una forma de disolver la unicidad histórica del objeto del arte que lo fuerza a coincidir con la materialidad del medio como medium. Sin embargo, tampoco se subscribe aquí la inmaterialidad del medio, ya que cualquier centro de residencia que se tome, incluso temporalmente, se verá constante desplazado por su nuevo proceso. Desplazarse a través del pliegue no es moverse hacia un afuera de la obra de arte o del medio o del espacio como una crítica a la institución ya sea artística o política. La figura de la aeropostal resiste la metaforización, en tanto que traslación y estado de sucesión, pues aloja en su pliegue la paradoja del infinitesimal.

Finalmente, a través de un pensamiento de lo exote sobre el que transita la obra de la artista Nancy González, Thayer consigue deshabituar los vínculos comunes entre sujeto y obra que buscan despejar el significado del arte concibiéndolo como un ejercicio de visibilización a través del cual un sujeto reproduce una realidad que ha debido, de otra manera, permanecer invisible en tanto que su invisibilidad garantiza la unicidad de su aparición. Esta forma de cuidar y vigilar ese lugar de lo político como salvación es precisamente lo que da lugar a una micro-ontología del fieltro. Me parece importante subrayar que el dispositivo crítico que se desata a partir del fieltro abre un tejido de la experiencia de lo femenino que se construye desde el espacio de lo visible que, por antonomasia, se ha constituido desde lo doméstico. El fieltro como capa o cubierta y en calidad de textura lisa es más bien estado de deshábito constante que establece estados de pertenencia entre sujetos y cosas. Es por esta razón, el código es revalorizado en su condición de translatio, esto es, tanto como emisor de señal que como receptor de lo exógeno socavando la imagen como vector. No se podría hablar entonces de identidades por oposición, sino quizás de una coexistencia que al ser organizada por una lógica de la relación colapsa la diferenciación entre tiempos y espacios, para anunciar que el habitar y la acción desbordan los límites propios de la representación. Escribe Thayer:

“La propiedad, la percepción, la casa son la Guerra estabilizada, devenida regla; la expropiación y el despojo devenidos bienes, relaciones de propiedad; las sensaciones devenidas representación. La tierra, la casa, las pertenencias, las siembras, las cosechas, los objetos heredados son la Guerra, la escases y la barbarie estabilizada figurativamente. Las maletas, los bultos, los baúles y carromatos, el patchwork, el zurcido, el exilio, la migración, a la vez, la paz, la abundancia y el cultivo en tiempos de Guerra. Los restos a la deriva son el barco en tiempo de naufragio. El crucero suntuoso son los restos a la deriva en tiempo de navegación. La ceniza es la casa, la historia, en tiempos de quemazón.”

Lo más notable de la intervención de Thayer es la manera en que posibilita un pensamiento del entrever que rompe con la institucionalización de disciplinas como síntoma de una fractura misma de la experiencia, donde la crítica y la política instalan su aparato visor de la realidad con una actitud paternalista y ordenadora ante el hacer del arte en sus discursos y marcos. Por eso, no hay en la imagen exote una metodología interdisciplinaria posible, sino el despliegue de una práctica de deshabituar que no se ocupa de lugares del sentido sino del sentir de la imagen misma, de su existencia háptica, y de su no-lugar. Tanto los pliegues de la aeropostal, como el montaje ateológico, como el accidente mismo sobre el cual se despliega el fieltro, constituyen en sí mismos formas de la experiencia que no se adhieren a la gráfica del tejido sino al recogimiento del patchwork, cuyos bordes irregulares nos remiten a la mancha.

*Patricia Ortega-Miranda es estudiante doctoral en historia del arte en la Universidad de Maryland.