Matrix. El género de la filosofía de Alejandra Castillo

Karen Glavic*

 

Malentendido

Matrix. El género de la filosofía de Alejandra Castillo parece un libro polifónico. El encuentro con la organización de sus capítulos y luego su lectura, sugieren ejercicios detallados y eruditos sobre variadas discusiones en la filosofía, la teoría feminista y el cruce entre ambas. Pero más que diverso, el trabajo es profundo, detectivesco, expansivo, minucioso. Sigue varias pistas de la relación entre filosofía y diferencia sexual, pero la que da nombre al volumen y estructura buena parte de las discusiones, es la pista que surge de un malentendido: ese que hace que las mujeres no sean de interés para la filosofía. El desencuentro no es otro que la diferencia entre las nociones de Matrix y Khôra, y este es un primer indicio o declaración certera de intenciones. Es un libro de variadas entradas que persevera en la dificultad que tiene para los feminismos la reducción de la diferencia sexual al binomio femenino/masculino, o la reducción de la interpelación a la filosofía desde el feminismo, solo en la diferencia sexual. Para dar cuenta del panorama, Castillo analiza la lectura de Luce Irigaray sobre la Khôra y establece distinciones:

La Khôra se sustrae a toda determinación, no designa una esencia, no describe un cuerpo. Irigaray asume este nivel interpretativo, no descree de él. No obstante, no cree que esta escena urdida en los nombres del padre, del hijo y la madre sean marginales al relato de la filosofía, muy por el contrario es su Khôra, matrix, matriz, madre/materia siempre ausente para sí misma[1].

Pero es a partir de allí que la autora buscará establecer un problema, separando aguas entre Matrix y Khôra:

Es en la Matrix donde se anuda origen, idea, luz, inmaterialidad y útero. La Khôra es lo que alberga, lo que mantiene, lo que posibilita, germina y se sustrae. Es receptáculo. La madre como la primera materia, albergue y retirada. He ahí donde se da inicio al mal entendido de la filosofía, la diferencia de los sexos, lo femenino y las mujeres[2].

La sustitución se apropia del origen y produce el malentendido. La anulación de la mujer en tanto que receptáculo habitado por alguien que no es ella, o que llega allí para que ella logre ser ella, siembra la matriz. Pero si es la Matrix la que alberga el origen y la Khôra lo que se sustrae, será posible entonces pensar no solo en la necesidad de hacer de la diferencia sexual un problema filosófico, sino de insistir además en que esta diferencia opere en tanto que sustracción de la unidad dual, del ser dos que estructura la idea de humanidad, el cuerpo de la mujer y el cuerpo de la sociedad.

Puesta en esta tarea, los capítulos que siguen se introducen en lo que el filósofo chileno Patricio Marchant llamó efecto-de-madre. ¿Por qué no madre directamente?, se pregunta Castillo sobre el ejercicio realizado por el autor de “Sobre árboles y madres”. Pareciera que lejos de la mistificación materna femenina, el filósofo estaba en búsqueda de una figura de la mixidad, una archihuella que estructura el inconsciente en un cuerpo no-todo, nuevamente en una sustracción, un lugar de desplazamiento, en pensar aquello que se pierde en la pérdida.

Nocturnidad

De los varios y bellos pasajes que Alejandra Castillo construye en el libro, aparece uno que apunta a la «vocación diurna de la filosofía», y por contraparte a la impertinente y nocturna pregunta por la especificidad de los cuerpos. A propósito del nombre de Humberto Giannini, pero antes también en la descripción de la Khôra, la autora remarca que el canon filosófico se ha dirigido hacia una particular economía de la luz que escamotea la oscuridad de la diferencia sexual. La claridad del día, del deambular, del camino al trabajo, nada tiene que ver con los afectos. La vuelta a la morada, al domicilio, es la vuelta al útero y al regocijo materno, describe Castillo siguiendo al filósofo chileno. Pero si bien la diferencia sexual parece no ser un problema, si estructura de manera invisible y nocturna los lugares, espacios y tiempos que construyen lo cotidiano. La distinción de lo público y lo privado, recordemos, no es otra cosa que la ficción política que dejando atrás el orden jerárquico de lo natural y lo divino subordina a la mujer al espacio de la familia. La matriz del orden filosófico es también el terreno del amor, de lo doméstico, de lo femenino. La diferencia sexual aferrada a la dualidad de lo femenino y lo masculino requiere de ejercicios críticos, y es ese gesto en el que se encamina el libro en la medida en que avanza.

La crítica aparece como la forma de interrupción de un marco, pero toma distancia de la idea de un juicio total, se mueve en los intersticios, se rehúsa a la dualidad sujeto/objeto y también, digamos, a la dualidad de la diferencia sexual. Sujetos nómades, monstruos y cyborgs emergen en la ambigüedad de lo múltiple y lo postgenérico. Allí la autora reconoce la necesidad de realizar “operaciones” más que formas de introducirse en las discusiones filosóficas, integrando registros escriturales distantes y antagónicos. La pregunta ¿qué sería un libro de filosofía feminista? que se enuncia mucho antes en el texto, aparece aquí en su esplendor: la crítica feminista “opera” más que como escritura nocturna y a contrapelo del canon filosófico, o como afirmación de la diferencia sexual y el útero; como un modo de restarse a la matriz de la diferencia sexual, un sustraerse. Nada se pierde, dice Castillo, con perder la identidad.

La autora introduce el tema de la crítica en conversación con filósofos como Foucault, Butler y Willy Thayer. Y es en este último y los intercambios entre ambos que haré la tercera detención de este texto.

Crítica

La última edición de La crisis no moderna de la universidad moderna de Willy Thayer, publicada por la editorial mímesis en 2019 comprende un posfacio que no estaba incluido en la primera edición de 1996. Dicho posfacio comienza con una cita de la escritora Guadalupe Santa Cruz, a quien Alejandra Castillo dedica Matrix. Thayer trae un fragmento de la presentación del libro, elaborado por Santa Cruz:

Hay para mí otras incomodidades respecto de los silencios del texto. En algún momento tu nombras el pensamiento feminista, en una pequeña cita en medio de él… A propósito de naturaleza y cultura justamente, todo el contrato social nos deja fuera a las mujeres. Entonces, hay un discurso aquí que no tiene piso: ¿quién habla?[3].

Thayer declara releer este fragmento después de mayo de 2018, del mayo feminista en las universidades chilenas. Resuena de otro modo y adviene, en restrospectiva, como un “futuro anterior” de la crisis no moderna de la universidad moderna y como uno de los silencios del propio texto. Me detengo en este cruce en el nombre de Guadalupe Santa Cruz tanto por la dedicatoria de Matrix como por el posfacio de Thayer, pero también por la escena que se teje entre crítica y universidad, que en el libro de Alejandra Castillo resulta en suma valioso tanto para pensar la política feminista universitaria, como para las preguntas siempre actuales que se anudan entre universidad y crítica. He dejado este punto para el final porque me parece particularmente interesante como ejercicio y como escena. La conversación entre Santa Cruz y Thayer puede encontrarse no solo en el nombre de Guadalupe, también en el de Nelly Richard, en el de Cecilia Sánchez, en el de Olga Grau. Con la universidad como objeto o pretexto, o no. Pero sí como recordatorio de una omisión que no cesa: el olvido del canon filosófico a los problemas que ofrece el feminismo.

En una reciente publicación de la Universidad de Cuyo que consta de un dossier de filosofía de mujeres chilenas, el filósofo José Santos expone en su presentación sobre una nueva generación de filósofas que se abren paso desde «sí mismas», que insisten en hablar de las mujeres en la escena de la filosofía en Chile, y de la herencia de desidia e indiferencia en la recepción de sus (o nuestros) trabajos. Cecilia Sánchez, como parte de este mismo dossier, evoca además recuerdos no tan gratos provenientes de los años ochenta que califica de «vulgares bromas y rechazos»[4]. A mí de verdad me encantaría poder decir que aquello ha terminado y que hoy no somos destinatarias de esos mismos juicios y desatinos. Quizás por eso es que el gesto y, en cierto modo, la continuación de la conversación de varias décadas que el libro provee tanto en el diálogo Thayer/Castillo que se encumbra hacia el final de este volumen, que se extiende en el capítulo sobre Crítica, o que resuena en el artículo sobre la universidad, organiza e interpela de manera renovada pero también en una línea de continuidad al silencio feminista en la filosofía chilena.

Es en Simone de Beauvoir donde Alejandra Castillo ensaya un particular ejercicio de resistencia: un orden de escritura que se resta a cualquier definición. Reconoce en la autora de El segundo sexo una operación y también una obstinación por hacer de la escritura el ejercicio que vuelve singular una vida. Algo me recuerda a aquello de escribir desde «nosotras mismas» del nuevo dossier de filosofía de mujeres en Chile, pero sumando a esto una serie de demoras, negaciones y sustracciones al canon. No se trata de dejar la filosofía sino de situar nuestro lugar paradójico en un espacio que no ha abandonado ni el universal masculino ni la burla y el desinterés. Diría en nosotras, pero es necesario poner aquí las precauciones que señalaría Alejandra Castillo: más que la afirmación de un en-común, la escritura filosófica, el feminismo en la escritura filosófica sería un ejercicio de afiliación y desafiliación, de pertenencia y sustracción, de interrupción.

¿Estamos ante nuevos aires (feministas) en la filosofía? Pienso en la escena que Castillo y Thayer traen. En el posfacio de la universidad moderna, en el nombre de Guadalupe Santa Cruz. Dejo la pregunta abierta, tal como la filosofía y el feminismo parecen invitar, de modo de pensar más allá de sus límites. Preguntas sin contestación que llaman a una vocación personal, dice Alejandra Castillo observando a De Beauvoir. Ser filósofa, ese nombre incómodo que no siempre aceptamos, implica salir de la disciplina. El feminismo, por cierto, obliga. Pero este salir no significa una renuncia, sino más bien una porfía: no abandonar la búsqueda de las huellas de los cuerpos, o la pregunta por donde comienzan y acaban estos. O también como se cuestionaba Guadalupe Santa Cruz en el ‘96, o tantas otras y otres que no cesan de hacerlo: ¿quién habla y quién se queda fuera de la escena de la filosofía en Chile?

*Doctoranda en Filosofía Universidad de Chile. Profesora universitaria.

[1]  Alejandra Castillo. Matrix. El género de la filosofía, Santiago de Chile, Ediciones Macul, 2019, p. 28.

[2]  Ibíd.

[3]  Willy Thayer. La crisis no moderna de la universidad moderna, Santiago de Chile, ediciones mímesis, 2019, p. 261.

[4]   Cecilia Sánchez. “Las mujeres en la escena de la filosofía en Chile”, CUYO. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, Dossier Filosofía y género en Chile, Mendoza, Vol. 36, 2019,  p. 141.